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Lectura Capítulo 7.
LA RESURRECCIÓN Y LA IMAGEN DE FAMILIA/IGLESIA
Redes de Apoyo
…Tomás Y La Familia De La Fe
Por el Dr. Jorge E. Maldonado, DownloadPDF
La cultura occidental nos induce a pensar que los lazos familiares se establecen únicamente por la sangre o por la ley. La descendencia y el matrimonio tienden a ser vistos como las formas privilegiadas de establecer relaciones significativas. Con razón las personas solteras, divorciadas o viudas enfrentan dificultades para encontrar su lugar entre los que no tienen conciencia de que existen otras formas significativas de ser y hacer familia.
En la Biblia encontramos muchos ejemplos de familias formadas más allá de los vínculos establecidos por la procedencia biológica o por la procreación. La amistad, la solidaridad, el compromiso y la fe se presentan en el mensaje bíblico como elementos aglutinantes poderosos y eficientes para formar familia; sea porque los lazos tradicionales fallan, porque están ausentes o, simplemente, en adición a ellos. David y Jonatán, Nohemí y Rut, Jesús y sus discípulos son ejemplos de familias de escogencia, en contraposición a las familias de procedencia y de procreación.
No son aisladas las citas bíblicas que describen a la iglesia como “la familia de la fe” (Gá.6:10; Ef.2:19). De modo que no hay creyente en Cristo Jesús que esté desprovisto de familia, que esté confinado a la soledad. Porque de lo primero que Dios nos quiere librar, al llamarnos a su camino, es del aislamiento. Dios nos saca de la soledad y nos pone en comunidad, nos saca de la orfandad y nos pone en familia. En la enseñanza de Jesús los lazos de “todo aquel que hace la voluntad de Dios” (Mr.3:35) son más poderosos y permanentes que los lazos creados por el linaje o por el registro civil. El Nuevo Testamento no pocas veces utiliza el vocabulario de familia para describir esa nueva comunidad, la iglesia. Dios es nuestro Padre (Mt.6:9; Ro.8:15; Ef.4:6), Cristo es el “primogénito entre muchos hermanos” (Ro.8:29), y todos los creyentes somos hermanos en Cristo (Lc.22:32; Hch.11:29; Flm.16).
El caso de Tomás
La historia de Tomás ilustra, en el pasaje arriba indicado, el valor incalculable de la familia de la fe que, en los difíciles momentos de la duda y de la crisis que le rodea, le sostiene y le provee el ambiente necesario para el encuentro restaurador con el Cristo resucitado. Esa “nueva” familia de escogencia –creada alrededor del seguimiento a Jesús, consolidada por su palabra y por el polvo de los caminos recorridos en solidaridad– necesita ser considerada con seriedad.
El texto bíblico ubica esta escena en el contexto del domingo de resurrección, en “la noche de aquel mismo día” (v.19). Es una escena electrizante: Jesús resucitado se presenta a los discípulos que estaban encerrados en un lugar “por miedo de los judíos” (v.19b), les saluda con la paz (v.19c), y les muestra las manos y el costado traspasados (v.20). El temor, entonces, se transforma en gozo (v.20b) y en ese nuevo ambiente de alegría y celebración Jesús les encomienda la misma misión que el Padre le había encomendado, les “envía” (v.21c) al mundo y les equipa con el Espíritu Santo (v.22-23).
El versículo siguiente (24) introduce la nota discordante: “Pero Tomás, uno de los doce… no estaba con ellos cuando Jesús vino”. ¿Dónde estaba Tomás? No lo sabemos. Tal vez estaba escondido en algún otro lugar, paralizado de miedo. Tal vez dormía, exhausto por la dura jornada de los días anteriores. Tal vez buscaba pruebas privadas de la resurrección. Tal vez estaba tratando de ahogar sus penas en la taberna de la esquina. No nos explica el pasaje.
Lo importante es que Tomás regresa a su comunidad. Sus compañeros, alborozados le rodean y le cuentan de la visita de Jesús: “(Al Señor hemos visto!” (v.25a), ante lo cual Tomás afirma “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (v.25b). Desde entonces Tomás se ha quedado para la posteridad con un apodo poco deseable: “Tomás el incrédulo”.
En defensa de Tomás
Antes de ejercer juicio sobre Tomás, es necesario reconocer su valentía, franqueza, sensatez y perseverancia.
En efecto, Tomás es valiente, expresa sus dudas. En lugar de callárselas, las verbaliza; en lugar de pretender que todo está bien, saca a la luz sus agonías; en lugar de acomodarse a la opinión de la mayoría, osa nadar contra la corriente; habla, no calla. Esto es aleccionador. En efecto ese es el primer paso en el camino de recuperación de la persona afligida; es el inicio de todo proceso terapéutico. Como pastor, psicoterapeuta y –sobre todo– como ser humano sé cuán liberador es abrir el alma y dejar que llore, cuán sanador es expresar las penas, cuán restaurador es ventilar la dudas.
La duda, con su incomodidad y agonía, es un ingrediente en el caminar de fe de todo creyente. La duda es normal y necesaria y hasta –diríamos– buena. Es, por lo general, la antesala a una fe más robusta. Hay épocas en la vida de todo ser humano cuando la duda se nos aproxima con más persistencia. La adolescencia es una de ellas. La mente del adolescente ha dado ya el último salto cualitativo en la forma de organizar el pensamiento. Ya puede el joven y la muchacha a partir de los 11, 12 ó 13 años manejarse no sólo con la abstracción de los conceptos, sino con toda la sutileza y la formalidad del pensamiento. Es natural, entonces, que el adolescente dude de Dios, del diablo, del presente y del porvenir, de las enseñanzas que dócilmente recibió en la infancia.
Es normal y necesario que dude si quiere equiparse para la vida con creencias, c
onvicciones y valores que superen las caricaturas de la fe bebidas en la leche materna, o aprendidas en la escuela dominical, o inculcadas con el catecismo. El joven tiene que articular una fe propia para el resto de su peregrinación sobre la tierra, y para ello tiene que dudar. Dichoso el adolescente que encuentra oídos comprensivos, pacientes y, sobre todo, que no se escandalizan por sus dudas.
Pero pasada la adolescencia, la duda no termina. Aparece en forma intermitente… como un medio de gracia… Porque necesitamos permanentemente revisar nuestra teología y nuestra fe para hacerla relevante a nosotros mismos y a los que nos rodean, a quienes somos enviados como testigos. Necesitamos, con frecuencia, revisar nuestro equipaje teológico si queremos seguir creciendo en la fe abiertos al futuro, sin construir ídolos de nuestras creencias. Sólo así podemos evitar la tentación de domesticar a Dios para nuestro servicio e interés personal, racial o nacional. Cuán saludable es dudar y expresar esas dudas con valentía y sinceridad, como Tomás.
En segundo lugar, Tomás no sufre solo, está en familia, en comunidad. El v.25 narra que Tomás “les dijo”. A más de ser valiente y sincero, Tomás es sensato. Sabe ante quiénes expresar sus dudas, sus congojas, sus angustias. El sabe que no se puede desnudar el alma ante cualquier persona. Él intuye que debe existir una relación significativa para poder abrir el corazón sin el peligro de ser atropellado, mal comprendido, descalificado o juzgado. Tomás no va al bar de la esquina a hablar de sus dudas, lo hace en la compañía de los seguidores de Jesús, sus compañeros, su familia de escogencia. Ellos no se escandalizan por sus preguntas, no le juzgan, no le avergüenzan, mas bien le escuchan y le sostienen. La incipiente iglesia, que ha aprendido de su Señor y Salvador a ser esa nueva familia, la comunidad terapéutica por excelencia, acoge en su seno a Tomás que sufre, duda y batalla. Es la comunidad que ha sido consolada y sabe consolar (2 Co.1:4); es la familia que conoce que “muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará Jehová” (Sal.34:19).
En tercer lugar, Tomás, a más de ser valiente y sensato, es perseverante. El v. 26 describe a Tomás con los discípulos “ocho días después” (v.26a). Para un ser que agoniza en su nudo de preguntas y dudas han pasado ocho eternos días con sus respectivas ocho eternas noches. Pero Tomás está allí, junto a los doce, aunque sus preguntas no han sido aclaradas, ni sus exigencias resueltas, ni sus congojas disipadas; allí está, hecho un nudo de preguntas, pero presente. La comunidad ya sabe que el seguimiento de Jesús se tiene que hacer con frecuencia “por fe… no por vista” (2 Co.5:7) y que la gracia de Dios es inconmovible aunque no se la sienta. Puede, entonces, repetirse Tomás las palabras del salmista: “aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tu estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento” (Sal.23:4).
Un triple peligro
Sin embargo, hay serias preocupaciones. Tomás se encuentra ante un triple peligro. En primer lugar, se ha cerrado a la palabra de Jesús. Detrás de la desconfianza a palabra de sus compañeros está, ante todo, la desconfianza a la palabra del Maestro. Fue Jesús quien personalmente había expresado, varias veces y de diversas maneras, que la tumba no sería el capítulo final escrito sobre su vida, que la muerte no podría detener al autor de la vida: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré” (Jn.2:19-21); “Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre…” (Mt.12:40); “…yo pongo mi vida para volverla a tomar” (Jn.10:17). Al cerrarse Tomás a la palabra de Jesús, está en peligro similar al de Adán y Eva en el paraíso cuando la serpiente cuestionó la validez de la palabra de Dios: “¿Conque Dios os ha dicho…(Gn.3:1)?
Tomás, como discípulo de Jesús, vio con sus propios ojos que los ciegos recobraban la vista, que los cojos andaban, que los pobres oían el evangelio y que los cautivos eran liberados. Saboreó los panes y los peces que Jesús multiplicó para la gente. Escuchó de los labios de Jesús las verdades del Reino de Dios irrumpiendo en la historia humana. Pero al momento de la crisis la “fe” afirmada en los cinco sentidos parece no ser suficiente. Si la fe de Tomás se construyó sólo sobre los milagros y los prodigios, en el momento de la prueba no fue capaz de soportar la tormenta. Parece que a Tomás le hacía falta ampliar el alcance de su fe, a fin de poder afirmarla en terrenos que estén más allá de la mera evidencia que proveen los sentidos. Sólo así podrá oír la bienaventuranza que Jesús pronunciará luego: “Bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (v.29).
En segundo lugar, Tomás está en peligro de cerrar su corazón a la palabra de sus compañeros. Cuando ellos le relatan entusiasmados la visita de Jesús (v.25), su testimonio es descalificado. Después de cerrar el corazón a Jesús y su palabra, cerrar el corazón a la palabra de sus hermanos no es difícil. Las líneas vertical y horizontal en el caminar de la fe están interrelacionadas. Si la palabra de Jesús no fue suficiente para Tomás, la palabra de su prójimo lo será menos.
En tercer lugar, Tomás está en peligro de encerrarse a sí mismo en una sentencia definitiva y asfixiante: “si no viere… si no metiere mi dedo… y… mi mano… no creeré” (v.25). Un ser humano está al borde de lanzar su vida a un estilo de existencia empobrecida, reducida, sin horizontes y sin compromisos; porque creer es también comprometerse. No creer es vivir sin compromisos vitales, es vivir una vida vacía, estéril, sin sentido. Cuando no hay ideales que nos trascienden, ni metas hacia las cuales apuntar los esfuerzos cotidianos, ni una estrella a la cual perseguir, nuestra vida se empobrece, se deteriora, se deforma, se esfuma. Nada hay más triste que la vida de un hombre o una mujer que ha resuelto “no creer” en nada ni en nadie, y ha hecho de la incredulidad un estilo de vida.
He aquí un hombre, Tomás, que ha condicionado su fe y su compromiso a la evidencia de los sentidos; que pretende poner la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo del amor sobre el odio, el comienzo de una nueva era bajo el reducido alcance de su tacto; que está a punto de declarar “no hay vida, ni amor, ni belleza, ni bondad, ni solidaridad, ni esperanza… si yo no lo puedo medir, pesar y palpar”. Esa filosofía de vida no ha sido tan moderna como habíamos pensado, pero hoy, más que nunca antes, parece haber ganado preeminencia en nuestro siglo moldeado por los avances científicos y los valores materialistas.
El verdadero peligro para Tomás, entones, no está en la duda. Dios parece no ponerse jamás nervioso porque un ser humano –incluyendo a Jesús, su hijo– levante un grito al cielo con la desgarradora pregunta “¿Por qué…? (Mt.27:46) El verdadero peligro está en que las dudas nos conduzcan a cerrar el corazón a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. De allí al
cinismo y a la desesperanza no hay más que un paso.
El encuentro
El v.26 nos dice “Ocho días después… llegó Jesús, estando las puertas cerradas”. No hay barreras que detengan al “Autor y Consumador de la fe” (He.12:2) cuando un alma está atribulada. De modo que, después de su habitual saludo: “Paz a vosotros” (v.26c), se dirige a Tomás y le invita a poner sus dedos en el lugar de los clavos y meter su mano en su costado lacerado. Pareciera que sólo un encuentro personal con el Cristo resucitado es capaz de liberar a Tomás de su agonía; sólo sus manos horadadas y su costado herido le pueden llenar otra vez de fe y confianza.
Con razón la tradición apostólica afirma que sólo el encuentro personal con el Cristo resucitado nos conduce a la fe, que sólo cuando nuestro nombre resuena en los labios del Maestro en nosotros nace la esperanza; sólo cuando la iniciativa de Jesús nos alcanza, podemos volver a caminar con seguridad. Tomás pensaba que buscaba al Jesús resucitado, pero era al revés: Jesús resucitado busca a Tomás para ofrecerle las “pruebas” suficientes que le afirmaran en su fe. Tomás podría haber cantado el himno:
Yo te busqué, Señor, más descubrí
que tú impulsabas mi alma en ese afán;
que no era yo quien te encontraba a ti.
Tú me encontraste a mi.
Tu mano fuerte se extendió y así,
tomado de ella, sobre el mar crucé;
más no era tanto que me asiera a ti.
Tú me alcanzaste a mí.
Te hallé y seguí, Señor, mi amor te di,
más sólo fue en respuesta a tanto amor,
pues desde siempre mi alma estaba en ti.
Siempre me amaste así.
Desde aquel encuentro de Tomás –en representación de todos nosotros– con el Jesús resucitado, la iglesia ha afirmado que la verdadera fe en Jesús no es el resultado de la tradición que uno asimila con la leche materna, ni de los credos doctrinales que uno puede repetir de memoria, ni de los sofisticados postulados teológicos, sino del encuentro personal con el Cristo resucitado, en el contexto de la familia de la fe. Preguntémosle a Jacob, a Saulo de Tarso, a Augustín de Hipona, a Lutero y a todos cuantos en la historia de la iglesia se han comprometido con la misión de Dios en el mundo. Ellos nos responderán que su compromiso surge no de la luz de la razón iluminando sus cerebros, ni de la fuerza de la emoción sacudiendo sus corazones, ni de la merecida recompensa a sus humanos esfuerzos, sino de la indiscutible presencia de Dios en sus vidas, resultado de un encuentro restaurador y renovador con el Todopoderoso.
El fruto del encuentro
Como resultado de este encuentro Tomás no necesita ejercitar sus sentidos en el cuerpo de Jesús. Su sola presencia le basta para dar un salto cualitativo de fe, caer de rodillas y exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!” (v.28). Aquel que desconfió de la palabra de Jesús, que descalificó el testimonio de sus hermanos y que puso condiciones para creer, hace ahora la confesión más categórica y concisa del Nuevo Testamento: “¡Mi Señor y mi Dios!” (VP). Tomás nunca fue más grande que cuando de rodillas susurró esas palabras ante Jesús; nunca fue más él mismo que cuando decidió gozosamente someterse bajo el señorío de Jesús. “¡Mi Señor y mi Dios!”. ¿No fue ese acaso el credo de los primeros cristianos: “Jesucristo es el Señor”? ¿No ha sido acaso la afirmación del señorío y de la deidad de Jesús que ha distinguido a los cristianos de las múltiples sectas que han surgido recurrentemente en la historia de la iglesia? ¿No es la afirmación del señorío de Cristo, con el corazón y los labios, que confirma nuestra salvación, como se establece en Romanos 10:9-10?
Luego de esa confesión de Tomás viene una bienaventuranza, la última de los evangelios: “Bienaventurados los que sin ver creyeron” (v.29). Dichosos los que no dependen en las pruebas tangibles para creer, sino que se arriesgan a dar un salto de fe, porque caerán en los brazos cariñosos del Padre Celestial. Felices los que se atreven a confiar en las palabras de Jesús y en el testimonio de la familia de la fe, porque aprenderán a caminar con él y a caminar en comunidad. Bienaventurados los que no ponen sentencia a su vida con un “…no creeré…” y se abren a la fe, a la esperanza, al amor, porque sus vidas serán completas, valiosas, significativas, comprometidas con el actuar de Dios en la historia. No habrán vivido en vano y no habrán vivido solos.
En conclusión
No hay referencias bíblicas a lo que hizo Tomás después de este encuentro, pero la tradición insiste en que fue el apóstol que viajó a la India e inició allí la Iglesia de Mar Thomas (Santo Tomás) en el estado de Kerala. Hoy en día hay alrededor de 700.000 creyentes en esa iglesia. Hasta el siglo XVI fueron muchos más. Con la llegada de los portugueses a la India en el siglo XVII una gran porción se integró a la Iglesia Católico Romana. Otra parte más pequeña, que se unió posteriormente a la Iglesia Anglicana, está ahora en la Iglesia del Sur de la India. Los tres grupos están de acuerdo en adjudicar sus orígenes a la labor del Apóstol Tomás quien, afirman, desembarcó en las costas de Malabar en el año 52 y murió en el año 72 como mártir en un lugar cercano a Madrás.
Aunque las evidencias que sostienen esta tradición no dejan de ser ambiguas, tampoco hay pruebas contundentes en su contra. Lo que sí podemos atrevernos a afirmar es que Tomás, afirmado por este encuentro, desarrolló un ministerio fructífero en la vida de la primera iglesia. Y que esa iglesia embrionaria, la comunidad de los doce, la familia de la fe, en un momento crítico de su vida la rodeó con cariño, paciencia y aceptación mientras él se afirmaba en sus propios pies y tenía un encuentro restaurador y transformador con el Maestro, que le capacitó para vivir y servir el resto de sus días.
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