Siempre que nos sentimos culpables, ¿cómo podemos saber si el
Puesto que éste es un mundo caído, no hacemos nada por motivaciones totalmente puras. Como dijo el profeta Isaías:
Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento (Isaías 64:6).
Como nuestras motivaciones siempre son imperfectas, y nuestras decisiones, muchas veces difíciles, uno de los trucos más eficaces de Satanás es confundir y paralizar a los cristianos con sus acusaciones, impidiéndoles actuar eficazmente. Como acusador y enemigo nuestro (1 Pedro 5:8; Timoteo 5:14-15; Apocalipsis 12:10), Satanás se deleita en nuestra ansiedad y temor. Aunque puede que intelectualmente aceptemos la premisa de que nadie merece la gracia de Dios, Satanás sabe cómo usar nuestras emociones para hacernos sentir fuera del alcance de la misericordia de Dios. Sus acusaciones muchas veces son vagas, indefinidas y persistentes. Palpitan como si fueran una migraña espiritual. Nos atormentan hasta después que hemos admitido errores conocidos y pedido perdón a Dios (1 Juan 1:9). Siempre que estamos abrumados por sentimientos de culpa que no se pueden relacionar con un pecado específico, o siempre que los sentimientos de condenación persistan incluso después de confesarlos honestamente al Señor, es razonable asumir que estamos sufriendo por una culpa falsa, culpa que, o bien viene de nuestro corazón, o de nuestro enemigo espiritual.
¿Por qué no podemos asumir que estos sentimientos de condenación no vienen de Dios? La Biblia nos dice que la convicción piadosa se basa en el amor, no en el temor. Su propósito es instruir y corregir, no atormentar. El apóstol Juan escribió:
En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.
Dios no es arbitrario ni cruel. Siempre da convicción a sus hijos por amor (2 Samuel 12:13; Lucas 15:10). La convicción es una herramienta para llevarnos a tener una mayor confianza en Cristo (2 Corintios 7:10; Efesios 2:1-10;2 Timoteo 1:9). Su Espíritu no nos abruma con sentimientos de condenación por pecados que han sido confesados y abandonados, ni por decisiones que son inevitablemente perturbadoras y ambiguas.
Cuando pecamos, tenemos que vivir con las consecuencias de nuestras acciones y con la amorosa corrección del Señor si no nos corregimos nosotros mismos. Nuestra posición como hijos de Dios no nos quita responsabilidad. Pero las consecuencias naturales del pecado nunca harán que perdamos nuestra relación de familia con Dios ni ninguna seguridad espiritual que Cristo nos haya dado.
Necesitamos recordar siempre que no son nuestras buenas obras, sino la sangre de Cristo, lo que ha hecho provisión para cada una de nuestras necesidades espirituales (Efesios 2:4-10). Cristo es el fundamento de nuestra libertad espiritual y nuestra emancipación del temor. Cristo es la razón por la que los cristianos, a diferencia de los incrédulos, no tienen necesidad de negar ni ocultar sus pecados. Todo el precio de los pecados ya ha sido pagado por el Señor, el cual nos da razón para confesar rápidamente cualquier pecado que haga daño a nuestra maravillosa relación familiar con Dios (1 Juan 1:9).
Cuando lleguemos al cielo, el proceso de nuestra perfección espiritual estará completo y nuestros motivos serán puros (1 Corintios 13:12; 15:49; Hebreos 12:22-23). Pero en este mundo caído, siempre lucharemos con algunos sentimientos de culpa legítimos. Aquí luchamos con la tensión de saber que nada de lo que hacemos llega a la perfección. Pero la fe confía en las promesas de Dios. Está dispuesta a seguir adelante a pesar de la incertidumbre (Hebreos 111:1,6), a ser buena administradora de los dones de Dios (1 Pedro 4:10), y a no temer la ira de Dios así como un niño no temer a un padre amoroso (Mateo 25:24-26).
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