Jesucristo ante la frustración humana (II)
sacado de:
http://www.pensamientocristiano.com/Mes/200907.shtml
En la primera parte de este artículo empezamos a considerar las causas de la frustración, este tedio existencial que parece extenderse como una epidemia. Veíamos un primer ejemplo, la agresividad en sus múltiples formas, contra uno mismo y contra los demás, en especial entre los jóvenes.
Este clima enfermizo, sin embargo, no es exclusivo de jóvenes ni se manifiesta sólo con agresividad. Un segundo ejemplo, aparentemente inofensivo, nos lleva al mundo de la publicidad y nos afecta a todos, jóvenes y adultos. Una firma comercial de prendas deportivas puso como logo a sus artículos la frase «just do it» (simplemente, hazlo). Haz ¿qué? Lo que sea, no importa. Si te apetece, si lo necesitas, hazlo. No te frustres. La filosofía subyacente es clara: el derecho a satisfacer todos mis deseos y necesidades de forma inmediata. No se puede aplazar la gratificación personal «porque tú eres importante y te lo mereces». Se trata de obtener lo que deseas como bien resumía el título de una canción «I want it all, I want it now» (Lo quiero todo y lo quiero ahora). Este énfasis en «conseguirlo ya», frecuente en muchas campañas publicitarias, pone al descubierto una filosofía de vida: «no quiero, ni puedo esperar». Para estas personas esperar es fuente de frustración.
Un último ejemplo. Los grandes almacenes saben que cada cierto tiempo es necesario cambiar los escaparates por completo. ¿Por qué? La gente busca en los cambios un remedio para el aburrimiento, una de las manifestaciones más frecuentes de frustración. La persona necesita sentirse permanentemente estimulada con novedades. El cambio se ha convertido en un ídolo intocable porque se asocia con el «derecho a ser feliz». En nuestra sociedad todo parece estar en necesidad de constante cambio. La filosofía del «nada a largo plazo» afecta a todas las áreas de la vida, incluidas las más proclives a la perseverancia -la «fidelidad»- como son el matrimonio y las relaciones personales. Ello explica fenómenos tan preocupantes como el deterioro de la vida familiar y laboral. El no cambiar -la rutina- es vista como un mal y, por tanto, fuente de frustración.
Sí, el ser humano busca en la afirmación agresiva del yo, en la gratificación inmediata de los deseos y en los cambios constantes la salida, -«la solución»- a su sentido de vacío en la vida. Estas conductas -y otras parecidas- vienen a ser como aspirinas que calman el malestar existencial. Pero, ¿por cuánto tiempo? El efecto analgésico de una aspirina es limitado. Luego, si no se corrige la causa, reaparece el dolor. Éste es exactamente el mensaje del Eclesiastés. Cuando uno reflexiona profundamente en el sentido de la vida, llega a la conclusión de que ni el trabajo, ni el estudio, ni las riquezas, ni el placer pueden dar respuesta satisfactoria. Cuando uno vive para estas cosas, descubre que la vida es «vanidad -frustración- y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol» (Ec. 2:11). No sorprende, por tanto, la conclusión del autor: «aborrecí la vida… porque la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa» (Ec. 2:17).
Esta falta de ilusión y de metas a largo plazo está relacionada con un problema más profundo y más grave: la falta de esperanza. Vivimos fundamentalmente en un mundo sin esperanza. Con frecuencia hago esta pregunta a los adolescentes: «imagina que puedo concederte un deseo, ¿qué te hace ilusión?, ¿qué quieres?» Una de las respuestas más frecuentes es «comprarme…». No importa el qué: una moto, un vestido. La respuesta es bien significativa: la satisfacción a corto plazo. ¿Por qué apenas hablan de tener unos estudios, una profesión o formar una familia como respondía la generación de hace treinta años? La filosofía de vida de nuestra sociedad posmoderna es un fiel espejo de su escepticismo vital: «no merece la pena pensar en el futuro porque no sé cuál será este futuro». La ausencia de esperanza es un tóxico existencial que acaba envenenando todas las áreas de la vida. Por ello es imprescindible aportar esperanza como antídoto contra la frustración.
Así pues, concluimos este punto afirmando que no basta con una sociedad mejor, más justa y menos violenta, para acabar con la frustración del ser humano. Las evidencias refuerzan nuestro argumento: Suecia es el país donde las diferencias salariales son las más bajas de todo el planeta, con una altísima renta per capita y, sin embargo, tiene un índice muy alto de violencia entre padres e hijos. Es sorprendente la crisis de la familia en este país, considerado durante muchos años un modelo social del que había que aprender; la agresividad de los hijos hacia los padres y viceversa ha llegado a límites preocupantes para las autoridades. ¿Por qué se pelean si, aparentemente, tienen un gran bienestar social? La respuesta a esta pregunta nos lleva al tercer y último punto.
La separación de Dios, raíz de la frustración humana
«El fin de todo el discurso oído es este:
Teme a Dios y guarda sus mandamientos,
porque esto es el todo del hombre»
(Ec. 12:13)
La frustración, como concluye el autor del Eclesiastés, no es en último término un problema social sino moral y espiritual. El entorno, por supuesto, influye y, como ya hemos apuntado, debemos reconocer y luchar contra los problemas sociales. El deseo de una sociedad más justa no es patrimonio exclusivo de políticos y sociólogos. También nosotros, como cristianos, sentimos la responsabilidad que nace del anhelo -enseñado por el mismo Señor Jesús- de «ser sal y luz» en este mundo. En este sentido, muchas iglesias evangélicas en España tienen una clara vocación de servicio a su entorno social.
Pero ahí no acaba todo: una sociedad mejor no es la respuesta definitiva al vacío existencial de cada ser humano. El meollo de la frustración no está en nuestra sociedad, sino en nuestra suciedad, la suciedad moral que nace del corazón y se extiende cual mancha de aceite a nuestro alrededor. El director de cine Stanley Kubrick, muy apreciado como cineasta y fino observador del alma humana, afirmó en cierta ocasión: «La hipocresía del hombre le ciega acerca de su propia naturaleza y origina la mayor parte de los problemas sociales… la idea de que la crisis de la sociedad tiene como causa las estructuras sociales y no al hombre es una idea peligrosa». Estas palabras cobran un valor añadido al venir de una persona a quien no se puede tildar de religiosa.
En el fondo la frustración es un problema personal, interno. Cual punta de iceberg, es el síntoma visible de una crisis más profunda. En último término, lo que lleva a los hombres a la frustración no son los demás -ni las circunstancias- sino uno mismo. La ambición desmesurada, el deseo insaciable de fama, de éxito, de dinero, la vanidad, el resentimiento, el rencor, todos estos «tóxicos» que envenenan el mundo nacen de mi interior. El problema soy yo, no el mundo que me rodea, como nos recuerda el Señor Jesús: «No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boca, esto contamina al hombre» (Mt. 15:11).
C.S. Lewis, haciéndose eco de una cita célebre de Agustín de Hipona, dice en uno de sus libros (Cristianismo y nada más): «Encuentro en mí un deseo que no puede llenar ninguna experiencia de este mundo. La única explicación posible es que he sido hecho para otro mundo». La Escritura nos da la explicación a este desasosiego profundo. En el antológico pasaje de Romanos 8 –un canto de triunfo en Cristo- se nos recuerda el origen de esta anomalía existencial: «Porque la creación fue sujeta a vanidad no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza» (Ro. 8:20). Recordando que la palabra vanidad es la misma que «frustración», podríamos traducir «la creación fue sujeta a frustración». La frustración es resultado de la separación de Dios. Vivimos en un mundo frustrante porque se alejó de su Creador en el momento de la Caída. El apóstol expresa la misma idea vinculándola con nuestra separación de Cristo: «En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados… y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef. 2:12).
El gran científico francés Pascal se refirió a esta causa última de la frustración con un memorable pensamiento: «Hay un vacío en forma de Dios en el corazón de cada hombre que no puede ser llenado por ninguna cosa creada, sino solamente por Dios el Creador, quien se dio a conocer a través de Jesucristo».
Ahí es donde encontramos la clave de todo el problema: la respuesta última a la frustración humana sólo se puede hallar en la persona de Cristo. Dios ha provisto en Jesucristo la vida abundante que es exactamente lo opuesto a una vida frustrada: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn. 10:10). La palabra «abundancia» en el original es un comparativo -«más abundante»- y también se podría traducir por «extraordinaria, magnífica superior». Este versículo es como una síntesis preciosa de todo el Evangelio: ante el drama de una vida frustrada en un mundo frustrante, se alza esplendorosa la figura de Jesús que nos abre la puerta a una vida nueva magnífica, superior, en una palabra, una vida abundante de sentido, de realización y de esperanza.
Ante esta realidad gloriosa, el creyente ya no dice hastiado: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad», sino que prorrumpe con un gozoso «plenitud de plenitudes, todo es plenitud en Cristo».
Dr. Pablo Martínez Vila
NOTA: El presente artículo es la trascripción adaptada de una predicación del Dr. Pablo Martínez en la iglesia en calle Verdi de Barcelona y fue editado por primera vez por Publicaciones Andamio (la sección editorial de los Grupos Bíblicos Unidos de España).
Usado con permiso de Dr. Pablo Martinez Vila.
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