EL SOBRANTE HUMANO
A lo largo de los últimos años se ha hablado mucho del concepto de marginación social. Los conceptos de opresión y de explotación se han estado usando mucho tanto en contextos sociales, como económicos, como también políticos o religiosos. La propia Biblia tiene un concepto de la opresión tremendamente duro, realista y lo aplica mucho a la opresión que se ejerce sobre los trabajadores, escatimándoles el salario y haciéndoles trabajar en demasía. Desde la revolución industrial del siglo XIX se han usado mucho los conceptos de opresión y explotación de los trabajadores. Las Misiones Urbanas surgen de este contexto de problemática de los trabajadores en diferentes parcelas de la industria. Sus familias se tenían que defender en barrios pobres, sucios e insalubres, mientras que a los cabezas de familia los tenían en las minas o en otros sectores industriales trabajando de sol a sol. El hambre, la enfermedad y la escasez los rodeaba, mientras que los que detentaban el capital retenían para su uso personal todo lo que podían, todas las plusvalías, escatimando en el salario justo y en la seguridad, sanidad y alimentación de los obreros… Eso es opresión y explotación del hombre por el hombre, sin querer dar a estos conceptos un matiz político determinado. Es una realidad social vivida por semejantes nuestros. Algunos dirán que hoy se han superado estas situaciones. Pero ya en el siglo XXI a muchos les gustaría ser explotados y oprimidos para poder llevar un poco más de pan a sus familias. Pero ya ni siquiera se les explota. Se les excluye. Se les reduce a un sobrante humano y, simplemente, se les coloca fuera del sistema, en la infravida, como si fueran detritus humanos de los que hay que desprenderse.
Ese dejar a tantos millones de personas fuera del sistema, sin contar con ellos para nada, sin posibilidad de trabajo digno y sin lugar en la sociedad, se le llama exclusión social. Son personas que en su situación no tienen capacidad de protesta, aceptan su situación como si fuera un fatum o destino personal que les ha tocado vivir, sin ninguna capacidad de hacer presión sobre las estructuras sociales que les excluyen y sin ninguna capacidad para la más mínima negociación. Para ellos no existen ni los derechos humanos, ni los civiles, ni ningún tipo de derecho social ni alimentario. No entran en los complejos presupuestos de ningún estado. Entre ellos están los ochocientos millones de hambrientos del mundo y todos los que viven con menos de un euro diario. Es la masa de los excluidos del mundo, la población que para algunos es sobrante… nuestros hermanos considerados superfluos… sobran. ¡Qué mentira!, como si el mundo fuera sólo de unos pocos. Su única lucha es intentar sobrevivir, aunque muchos de ellos morirán de niños y casi ninguno de ellos llegará a la vejez que conocemos en España.
Son los problemas de una superpoblación, pero que no hemos de pensar que no hay remedio, que tiene que ser así. Los sociólogos y economistas saben que en el mundo hay alimentos suficientes para todos. Son los problemas del desigual reparto y de las acumulaciones desmedidas en ciertas zonas del planeta. Son problemas de injusticia social, de egoísmo humano. Nuestra superabundancia amenaza la propia existencia de la población de los excluidos del mundo.
Se podría definir a esta población “sobrante y superflua”, como la población del silencio… no tienen voz. Su grito de dolor se lo tragan y se sienten totalmente impotentes para protestar contra nadie y contra nada. El grito de los excluidos es un grito sordo que no llega a los oídos de nadie, menos aún de los ricos de este mundo. Esos poderosos cuyos oídos están taponados de gordura y, aunque los pobres gritaran todos al unísono, no harían vibrar los tímpanos de los saciados, de los insolidarios, de los acumuladores. Por eso su grito es silencioso, con olor a muerte lenta y resignada. Así es el silencio impotente de los pobres y excluidos del mundo. Así, viven entre los basureros sin esperanza. También se les ha robado cobardemente todo vestigio de esperanza. Los excluidos son los desesperanzados del mundo, los que huelen mal, los que comen y tocan basuras. Es la infrahumanidad. Y ante ella, los cristianos tenemos que pararnos. “Jesús se paró”, es la frase bíblica que narra la actitud de Jesús ante el grito de Bartimeo. Porque Jesús sí escuchaba el grito de los marginados y excluidos. Más aún, luchaba por su dignificación, por su inclusión en la sociedad, por darles una esperanza… por salvarles. Tanto para nuestro aquí y nuestro ahora, como para la eternidad. Y la gran muchedumbre de cristianos del mundo deberían afinar más sus oídos ante el grito de los excluidos, renunciar a niveles de bienestar y llevar dignidad y esperanza a esos pueblos sumidos en el olor de la muerte, al mal considerado sobrante humano y población superflua. Porque si no es así, muchos van a comenzar a dudar de nuestra fe.
Juan Simarro Fernández
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