ÉTICA DE ROSTRO HUMANO
La ética de rostro humano sería la ética de la proximidad. La auténtica ética. La ética no es preocuparse por cuestiones socioeconómicas abstractas, no es preocuparse por el bien o el mal de forma desarraigada del rostro humano que nos interpela. La ética no es la preocupación por el bien del mundo que se queda en las aulas, los despachos o las publicaciones filosóficas o eruditas. La ética comienza cuando el rostro de mi prójimo se me hace presente y me interpela. Cuando este rostro concreto no está en escena, la ética no pasa de un juego de reflexiones más o menos bonitas. La ética comienza cuando los ojos de mi prójimo no me pasan desapercibidos, cuando su pena la asumo como mía y me responsabilizo, cuando su lamento me inquieta y no puedo quedarme pasivo, cuando puedo leer el rostro de mi hermano marginado, cuando puedo leer la cara de la prostituta explotada y puedo captar la sensación de hambre y subalimentación de mis coetáneos. Cuando este rostro no me deja quedarme pasivo y actúo tanto con la palabra como con la acción práctica. Entonces no sólo estamos entrando en los terrenos de la Teología Moral, ni sólo en la Teología de la Acción Social. Estamos entrando, vía ética, en las entrañas del cristianismo.
Por tanto, la ética para con mi prójimo no se acaba en un estudio de tipo sociológico, no se termina en una investigación sobre las problemáticas del hombre marginado, oprimido y empobrecido. A veces esto es sólo un comienzo rudimentario del concepto de ética. La ética comienza, se encarrila y se desarrolla, cuando yo percibo el rostro sufriente e interpelante de ese tú personal que es mi prójimo. No puede haber auténtica ética sin el concepto bíblico de proximidad. Para captar una ética cristiana, puesto que el amor a Dios y al prójimo se ponen en relación de semejanza, debemos experimentar que, al buscar el rostro de Dios según el imperativo bíblico “buscad mi rostro”, debemos encontrarnos también con el rostro del prójimo sufriente. Y la ética va a comenzar cuando ese rostro se convierte en un desafío que te convierte en un agente de liberación. A su vez, Dios nos interpela desde la mirada y el rostro del niño hambriento, de los desposeídos de la tierra, de los oprimidos y excluidos del mundo.
Estos rostros son un grito por la respuesta ética. Sólo cuando esa respuesta es positiva y nos lanza a la acción y a la denuncia, comienza la ética. Si se quiere, comienza la auténtica teología moral, si se quiere comienza la Teología de la Acción Social, si se quiere comienza la auténtica vivencia cristiana de la proximidad. La ética es el no poder pasar de largo de forma inmisericorde. Es la ética de la responsabilidad cristiana que nos hacer ser los ojos, las manos y los pies del Señor en medio de un mundo de dolor. Fuera de esto, probablemente el cristianismo se convierta en una mentira. Hacemos del cristianismo un carnaval, una farsa. Sin el rostro del otro, del prójimo en necesidad y violencia, no podemos captar el rostro del Dios vivo. Y si en estos parámetros insolidarios vamos a la iglesia a proclamar nuestro amor a Dios, nos hacemos mentirosos y nuestras palabras de amor van a revertir sobre nosotros como dedos acusadores que se dirigen a nuestras conciencias. “¿Dónde está tu hermano?… Reconcíliate primero con él”. No saldremos del templo justificados al igual que el fariseo que despreciaba al publicano humillado. Se puede orar en el templo y salir condenado. Esa fue la experiencia del fariseo por no saber descubrir lo que de interpelante había en el rostro de su prójimo publicano. El fariseo no supo entrar a una relación con Dios desde una ética de rostro humano.
Es verdad que no es una ética fácil, que nos demanda una relación asimétrica con los desfavorecidos del mundo, una ética descendente hacia el no-ser del prójimo en marginación, hacia la infravida del no considerado un igual, el no ciudadano, el despojado de derechos, el casi no-hombre… el sobrante humano que hemos considerado en otras ocasiones. Pero si no bajamos a los excluidos del mundo en una ética solidaria de rostro humano, tampoco practiquemos la hipocresía de ascender en la búsqueda del rostro del Dios viviente, porque nos lo encontraremos sordo a nuestras súplicas e impasible a nuestras peticiones. Seremos simplemente una molestia a los oídos del Señor, como un simple metal que resuena o címbalo que retiñe, según la expresión del apóstol San Pablo en el capítulo trece de su primera epístola a los Corintios.
Así, la mediación para acercarnos a Dios y contemplar su rostro no es la Iglesia, ni la lectura de la Biblia ni la oración. La primera mediación es el prójimo, la proximidad, el amor a mi semejante que me mira con unos ojos y un rostro que me interpelan en demanda de ayuda. Si entramos por aquí es como la Iglesia, la Biblia y la oración adquirirán sentido. No sea que te acerques a la Iglesia y el megáfono de Dios te grite: “¿Dónde está tu hermano? Reconcíliate primero con tu prójimo”, y te encuentres avergonzado. El prójimo es el lugar teológico por excelencia. Reconcíliate con él. Haz esa ética de rostro humano. Si obedeces a Dios en esto, acércate entonces al Señor y él oirá tu clamor. Desde la insolidaridad con el prójimo y de espaldas al dolor de los hombres, vas a encontrar a un Dios sordo y sólo experimentarás el silencio de Dios.
Juan Simarro Fernández
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