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Imitación de María

08/01/2009 por admin Leave a Comment

Fuente: José Grau. (con permiso del autor)


Imitar a María: noble empeño que nos llevará a las más altas cumbres de la perfecta comunión con Dios. Por­que María, tal como aparece en las sagradas páginas de la Escritura, nos es presentada como modelo del creyente, como figura de toda persona que habiendo escuchado el mensaje salvador del Evangelio pone su fe en él y gusta de las inefables bendiciones del amor divino.

“Dios te salve…“.

En la experiencia de María tenemos primeramente un ejemplo de la acción iluminadora de Dios sobre el alma.

«Fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen despo­sada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Entrando a ella le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podría sig­nificar aquella salutación. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo y le dará el Señor Dios el Trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin» (San Lucas 1:26-33).

María se siente objeto de la gracia de Dios. Ha sido escogida de entre las demás doncellas de Israel para dar a luz al Mesías. Esta gracia necesita de la libre adhesión de la fe. Pero es en sí un don totalmente gratuito del cielo que nos enseña cómo en todo lo concerniente a nues­tras relaciones con Dios la iniciativa parte siempre de El.

«En esto se mostró el amor de Dios para con noso­tros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él. En esto consiste el amor -escribía más tarde el apóstol San Juan-no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó a nosotros, y ha enviado a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» (1ª Juan 4:9,10).

«Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo».

La versión latina de la Biblia llamada la Vulgata po­pularizó la traducción del original «agraciada» por «llena de gracia» (gratia plena) en la cual el texto griego queda ligeramente deformado.

Sin embargo, sea cual fuere la traducción exacta, una cosa es cierta: y es que nada en el texto nos sugiere mérito o virtud sobre los cuales Dios haya basado su elec­ción de María.

Nosotros vemos, en estas palabras de la salutación del ángel a María, una expresión de la gracia de Dios y un motivo para ensalzar su misericordia, como hizo la pro­pia Virgen, no el enaltecimiento de una criatura humana. Fundándose en la traducción citada de la Vulgata, hay quien cree que María ha estado siempre libre del pecado original y de todo pecado personal. No obstante, en otro lugar de las Escrituras, en Hechos 6:8, encontramos a pro­pósito de Esteban la expresión: «Lleno de gracia» (y no tan sólo «agraciado»), y por supuesto, que nadie va a pen­sar por ello que San Esteban estaba libre del pecado ori­ginal y de todo pecado personal. Los traductores de la ver­sión Nácar-Colunga comentando las palabras del ángel: «has hallado gracia delante de Dios», dicen: esto es la «declaración de la expresión «llena de gracia». Nosotros suscribimos esta explicación.

Y porque María lo entendió así, porque sintió en lo más profundo de su corazón que había «hallado gracia delante de Dios», entonó aquel himno que por los siglos cantarán los cristianos, el Magnificat:

«Mi alma magnifica al Señor y salta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su sierva; por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo. Su misericordia es de generación en generación» (San Lucas 1:47-50).

Todo aquel que se siente objeto de la gracia de Dios, que experimenta la obra iluminadora del Espíritu Santo, se da cuenta de que es inferior al don que recibe y es muy consciente de esta inferioridad que le descubre toda la flaqueza humana.

«Dios ha puesto sus ojos sobre mí, pobre y humilde hija sin apariencia. Hubiese podido encontrar reinas, hijas de príncipes o de grandes señores, ricas y nobles, podero­sas. Hubiese podido encontrar a las hijas de Anás o de Caifás, los sacerdotes más influyentes del país, pero ha puesto su mirada en mí, su mirada de puro amor, de tal manera que nadie pueda gloriarse delante de El de haber sido digno de esta mirada; y yo también debo confesar que es la pura gracia y bondad de Dios y de ninguna ma­nera mi dignidad.

«Esta mirada de Dios es la primera y la más grande de las obras. Cuando Dios vuelve su rostro para posar su mirada sobre alguien, allí sólo hay gracia y bendición, y todos los dones y todas las obras fluyen necesariamente de aquella fuente. María misma muestra que ella estima aque­lla obra de Dios en ella como la más grande cuando dice: «Porque ha mirado la pequeñez de su sierva; por eso to­das las generaciones me llamarán bienaventurada». En todo ello, no es María la alabada, sino la gracia de Dios que ha obrado en ella. Y de ahí podemos inferir cuál sea el verdadero honor que debemos tributarle» (*).

(*) Son palabras de Martín Lutero. Otra cita parecida (aun­que traducida de manera bastante inexacta) presentó el obispo polaco Gawlina en el concilio Vaticano II, a mediados de septiembre de 1964. Comentando estas citas, el P. Ramón Cunill escribió en el periódico «La Vanguardia» (20-9-64): «He aquí por donde ha asomado al Concilio una actitud si no inesperada, nueva respec­to al famoso fraile que provocó la revolución religiosa del siglo XVI. Uno pensaba que acaso hayan sido demasiados sumarios y elementales muchos juicios vertidos por nosotros los católicos, en la enseñanza y en la predicación acerca del extraordinario perso­naje alemán; acaso la leyenda de Lutero deba ser revisada para que, como ocurre muchas veces, no desfigure totalmente la realidad y la historia».

“El Señor es contigo…“.

El cántico de María, el Magnificat, es el canto de la Iglesia. La verdadera Iglesia de Cristo sabe que por ella misma no es nada; se reconoce pobre y necesitada, com­puesta por miembros pecadores; vive con toda humildad únicamente de esta gracia que obra en ella por el Espíritu Santo. Y escucha constantemente las palabras del ángel: “EI Señor es contigo…», viviendo día tras día con esta seguridad y esta fortaleza.

Por esto, tanto para los ortodoxos griegos como para los protestantes, resulta inadmisible el dogma de la Inma­culada Concepción promulgado por la iglesia romana en 1854. Según esta nueva doctrina, María se vio libre del pecado original, por una gracia especial, desde el mismo instante de su concepción. Nosotros, sin embargo, no en­contramos ningún fundamento bíblico para este dogma. Por otra parte sustrae a María de su condición humana, la hace una excepción de la condición en que se halla la humanidad desde la caída de Adán. Si hay una enseñanza clara en las Escrituras es la que afirma que todos los com­ponentes de la raza humana, sin excepción, somos pecadores:

«Nos hallamos todos bajo el pecado según que está escrito: NO HAY JUSTO Nl SIQUIERA UNO…» (Romanos 3:9, 10).

De ahí que el gran San Agustín dijera:

«Cuando hallares a uno no nacido de Adán habrás hallado un nacido sin culpa. Nunca lograrás arrancar de manos cristianas esta verdad: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por aquél en quien to­dos pecaron» (Romanos 5:12) (Sermo 293, Nat. Joan Baut.).

Y el Reverendo José M. Rico Ávila se pregunta con ra­zón: « ¿Cómo se atreve el apóstol San Pablo a asegurar que ni uno siquiera fue justo, si existía la excepción de Ma­ría? ¿Cómo es que Dios ha escrito por medio de sus santos Profetas y Apóstoles, columnas de la verdad revelada, que ni uno solo hay justo, si estaba la Virgen Inmaculada concebida sin pecado? Y para que no quede ninguna duda de esta aseveración, Pablo repite a los Romanos:

«Pues todos pecaron y todos están privados de la glo­ria de Dios» (Romanos 3:23).

La misma Virgen María que conocería bien las Escri­turas y el sentido de las mismas, dejó constancia de ello en el Magnificar cuando dice:

“Y exulta de júbilo mi espíritu en Dios MI SALVA­DOR» (San Lucas 1:47).

Ella misma sintió la necesidad de ser salvada y por eso llama a Jesús su Salvador. ¿No fue así como lo dijo el ángel de la Anunciación:

«Darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados»? (San Mateo 1:21).

La salvación implica el pecado; Cristo vino a redimirnos del pecado, en esto consistió la misión específica que le trajo al mundo. El argumento de que María fue redimida «ante previsa merita» no explica nada, pues aun­que hubiera sido así, fue redimida y la redención se hace de pecados, lo cual significa que los contrajo…». Y el mismo San Agustín escribió:

“María murió por causa del pecado original, transmitido desde Adán a todos sus descendientes; y la carne que Nuestro Señor tomó de María, sufrió la muerte para quitar el pecado» (In Psalm. 34, Serm. 3).

Eusebio, el gran historiador de la Iglesia Antigua, decía:

«Ninguno está exceptuado de la mancha del pecado original, ni aún la madre del Redentor del mundo» (Emiss. in orat. 2 de Nativ.).

San Anselmo escribió también:

«Si bien la concepción de Cristo es inmaculada, no obstante, la misma Virgen de la cual El nació ha sido concebida de la iniquidad y nació con el pecado original» (Op. 92).

¿Y qué enseña el Gran Doctor Angélico Sto. Tomás de Aquino, llamado el rey de la escolástica y el príncipe de los teólogos católicos? Dice así:

«La bienaventurada Virgen María, habiendo sido concebida por la unión de sus padres, ha contraído el pecado original» (Summa Theol. Pars Tert).

Inocencio III, considerado uno de los más grandes papas, declaró:

«Eva fue engendrada sin pecado y dio a luz en pecado; María fue engendrada en pecado y dio a luz sin pecado» (Sermo Ass.).

Bernardo de Claraval, devoto panegirista de las glo­rias de la Virgen, se opuso también a la nueva teoría de la inmaculada concepción de María (Carta 34 a los canónigos de Lyon). A partir del siglo XIII, dos escuelas ri­vales se enfrentaron en el campo de la teología católica: los franciscanos que defendían la doctrina de la Inmacu­lada Concepción, y los dominicos que se oponían a ella apoyándose en las Escrituras y en los Doctores citados. Las luchas fueron enconadas y hasta violentas, y la impo­sición de la nueva doctrina sobre los fieles de la iglesia romana no se logró hasta mediados del siglo XIX. En éste, como en otros puntos, nosotros preferimos seguir a la mayor parte de los Padres de la Iglesia Antigua, por estar más cerca de las enseñanzas de la Sagrada Escritura.

Saludamos a la bendita Virgen María con el mismo respeto con que lo hiciera el ángel de la Anunciación. Sentimos hacia ella un profundo amor al ver que fue ele­gida providencialmente por Dios para ser la madre, se­gún la carne del Salvador. Y creemos que es Bienaven­turada entre las mujeres no porque sea una semi-diosa, sino como miembro sobresaliente de la comunidad de los redimidos.

«Santa es María –escribe San Agustín– bienaventu­rada es María, pero aún es mejor la Iglesia que la Virgen Maria. ¿Por qué? Porque María es una porción de la Igle­sia, un miembro santo, un miembro excelente, un miem­bro súper eminentísimo; mas al fin, un miembro de todo el cuerpo, y es más el cuerpo que un miembro. La cabeza es el Señor y todo Cristo es la cabeza y el cuerpo. ¿Qué diré? Tenemos una cabeza divina, tenemos a Dios por cabeza» (Obras completas de San Agustín, Vol. VII, Sermo 25, 13 – La Maternidad de María, págs. 143-159. BAC, Ma­drid, 1950).

Los cristianos evangélicos creemos seguir la línea no tan sólo de la Escritura sino de los cuatro primeros siglos de la Iglesia, cuando reverenciamos a María, aquélla a quien fue hecha la gracia de dar a luz al Hijo de Dios, aquella cuya docilidad a la Palabra de Dios y al Espíritu Santo ha sido el instrumento humano de que le ha placido valerse al Señor para su Encarnación.

“El Verbo se hizo carne“.

El milagro de la Encarnación, ¿no reside acaso en el hecho de que el Hijo de Dios tomara nuestra naturaleza? “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» escri­be el apóstol San Juan en su Evangelio (1:14). La Encar­nación significa una intervención personal de Dios en la humanidad pecadora. Conviene notar, además, que la hu­manidad hace su aportación mediante María, una mujer. El hombre, que generalmente es quien lleva la iniciativa no tiene intervención en una obra en que la iniciativa reside únicamente en Dios. No es menester que para ello la Virgen haya de ser inmaculada, sin pecado, pues esto nos llevaría ineludiblemente a considerar del mismo mo­do sin pecado a los padres y a los abuelos de María hasta llegar a Adán y Eva, destruyendo así la realidad del peca­do universal por el que precisamente tuvo que nacer Cris­to, a fin de destruirlo luego por su muerte expiatoria en el Calvario. María en la Encarnación representa la parte pasiva, humana. Se espera de ella sólo su asentimiento o rechazo. Decide aceptar y por ello dice San Agustín que:

«El órgano de concepción de María fue más propia­mente el oído. Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia y la fe le trae a su seno, desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal» (Op. cit. pág. 873).

 

 

La exclusión de José deja a María como única repre­sentante de la humanidad caída en la Encarnación. Ya dijo el mismo San Agustín que:

«Nacer el Hijo de la Virgen significa ciertamente que tomó la naturaleza de siervo en las entrañas de la Virgen» (Op. cit. p. 51). «Pues, como es sabido, no socorrió a los ángeles, sino a la descendencia de Abraham. Por esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo… No es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo, a semejanza nuestra, fuera del pecado» (Hebreos 2:17; 4:15).

Cristo vino a expiar los pecados y es por consiguiente tanto el Salvador de su Madre como el Salvador nuestro. Es a causa de la naturaleza humana de María, porque ella es tan humana como cualquiera de nosotros, y tan necesitada como nosotros del Cristo que dio a luz en Be­lén, que la Escritura puede presentárnosla como ejemplo digno de imitación. Así como Cristo nació en ella gracias a la libre aceptación por la fe del mensaje de la Palabra de Dios, así todo cristiano, como María, ha vivido la maravillosa experiencia de la fe y es consciente de la obra divina que engendra en él una nueva naturaleza, produ­ciendo un nacimiento espiritual milagroso (San Juan 1:12, 13). Los cristianos de veras son nacidos de nuevo por gracia y fe, en analogía con el nacimiento sobrenatural de Cristo concebido por el Espíritu Santo. No es más so­brenatural que el Verbo se haga carne que producir una nueva naturaleza en un ser caído y arruinado por el peca­do. Es la acción del mismo Espíritu Santo obrando y re­generando a todos aquellos que aceptan a Cristo, que creen en su nombre como la Virgen María.

“Bienaventurada la que creyó”.

La gracia divina nos toma siempre la delantera. Pero exige una respuesta de fe. «Abraham creyó a Dios y le fue imputado a justicia» (Génesis 15:6). La respuesta de la fe es la respuesta del amor. ¿Qué mérito hay en pronunciar el «sí» del amor? Sin embargo, existe la posibilidad del rechazo. Pero como afirma un insigne varón de Dios del siglo XVI:

«Si en María hubiera habido incredulidad, con todo no habría podido impedir que Dios cumpliera su obra por otros medios que considerase convenientes, mas ahora se la llama bienaventurada porque habiendo recibido por fe la bendición que le había sido ofrecida, abrió a Dios el camino para el cumplimiento de su obra» (Calvino).

Frente a la Revelación de Dios, de sus promesas y de su exigencia total, ella es el ejemplo decisivo y perfecto del «sí» que debe pronunciar la fe. Un «sí» total, rotundo y completo. No se trata de un mero asentimiento pasivo, sino de un consentimiento en el que compromete toda su vida y todo su ser.

Educada en las piadosas costumbres judías, esta jo­ven doncella sabe que el Todopoderoso cumple lo que promete. Pero ha llegado el momento de experimentar este poder del Altísimo en sí misma, en su propia alma y en su propia carne.

«Hágase en mi según tu Palabra» (San Lucas 1:38).

Es la respuesta de María. No discute con Dios, ni si­quiera piensa en los peligros humanos que su conformi­dad con la voluntad divina pueda acarrearle (San Mateo 1:19, 20). Basta que Dios haya hablado. Esto es suficiente para que ella obedezca. Simplemente porque Dios es Dios y su Palabra es verdad.

La respuesta de la Virgen de Nazaret al llamamiento divino sólo expresa humildad y sumisión. María se inclina ante el milagro incomprensible. Es su fe la que halla ex­presión en sus palabras. Por esto, pronto Isabel le dirá: «Bienaventurada la que creyó» (San Lucas 1:48) vaticinio cumplido plenamente: en dondequiera que se anuncia a Jesucristo se habla también de María y la Iglesia Cristiana es fortalecida con el ejemplo de su fe y su consagración. De ahí que se le tributen honor y estimación. Pero no podemos pasar a la veneración cultual, aunque el culto dado sea el de «hiperdulia» (*).

(*) La iglesia romana distingue entre el culto de «latria» y el de «dulia» tributado aquél a Dios y éste a los santos. Para la Virgen tiene el de «hiperdulía», inferior al dado a Dios pero superior al ofrecido a los santos. Nosotros, sin embargo, no encontramos en la Biblia tales distinciones (San Mateo 4:10).

También en esto seguimos a los doctores de la Iglesia del siglo IV. Denunciando a la secta de los colliridianos, afirmaba Epifanio:

«No se debe honrar más de lo justo a los santos, sino que se debe honrar a su Señor… María no es Dios ni ha recibido su cuerpo del cielo, sino de una concepción de hombre y mujer. Santo es el cuerpo de María, pero no es Dios; es virgen y digna de mucha honra, pero no nos ha sido dada en adoración, ya que ella adora a Aquel que na­ció de su carne. Se honra a María, pero se adora al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Nadie adore a María» (Epifanio «Panarion» 78, 11, 24, 79, 4, 7).

Y estas palabras parecen el eco de las que en el mis­mo siglo pronunciara San Ambrosio de Milán:

«María era el templo de Dios, no el Dios del templo; se debe, pues, adorar solamente a Aquel

que obraba en el templo» (Ambrosio, «De Spiritu Sancto», Lib. III, Cáp. 11, núm. 80).

Ambrosio se pregunta en el párrafo precedente a quién se debe adorar: no a la tierra (el principio cósmico) que corresponde al cuerpo de Cristo, sino que se debe ado­rar a Cristo, en cuanto Hijo de Dios:

«También el Espíritu Santo se adora, porque se adora a Aquel que, según la carne nacíó del Espíritu Santo». Y en el párrafo 80, brevísimo, agrega: «Y a fin de que no se haga de esto una deducción en favor de la Virgen María (nequis… ad Mariam deducat): María era el templo… (María erat templum Dei, non Deus templi. Et ideo ille solus adorandus qui operabatur in templo»).

¿Cuándo empezó, pues, el culto mariano? Dejemos que nos dé la respuesta un docto mariólogo: «Quizá a fines del siglo IV y con más seguridad a comienzos del V, en algu­nas iglesias de Oriente y de Occidente se comienza a honrarla con un culto público y una fiesta especial» (M. Jugie, AA., «La Mort et l’Assompt de la Sainte Vierge». Cittá del Vaticano, 1944, p. 58). Y, según G. Miegge, erudito es­pecialista en temas marianos, sólo a partir de Justiniano, en la segunda mitad del siglo VI, el culto a María empie­za a tomar un cierto auge que al principio tiene más la forma de una conmemoración que de un verdadero culto. (Giovanni Miegge, «La Vergine María» Torre Pellice: Editrice Claudiana, 1950). Es significativo el testimonio que sobre el particular aporta el arte románico. Las pinturas murales que decoraban las iglesias de la alta Edad Media tenían como tema central en los ábsides la figura de Jesucristo (Pantocrator), rodeado de los apóstoles entre los que se colocaba a menudo a la Virgen. Pero no es hasta a fines del siglo XII en que aparece por primera vez en el sitio central la Madre de Jesús. Al principio se pinta a la Virgen en una actitud más bien pasiva dando todavía re­lieve vigoroso al Niño que aparece sentado en su regazo. Pero luego, con el transcurso del tiempo la expresión del Niño «se apaga» y la figura de la Madre aparece con todas las características que antes estaban reservadas a Jesucristo. Una visita al Museo de Arte Románico de Barcelo­na (Palacio Nacional de Montjuic) es instructiva al res­pecto. Nosotros, cristianos evangélicos, preferimos que­dar ajenos a esta evolución.

“He aquí mi madre y mis hermanos“.

Busquemos en los Evangelios el lugar que ocupa Ma­ría. Las palabras de Simeón a María:

«Una espada traspasará tu alma» (San Lucas 1:35) se han visto perfectamente cumplidas. María, la madre del Salvador, no podrá disponer de su Hijo como disponen las otras madres. Pronto aprenderá que los lazos de la sangre deben ceder su lugar a los del Espíritu. Es única­mente como miembro de la Iglesia de Cristo que María podrá continuar en relación con su propio Hijo.

«Mientras El hablaba a la muchedumbre, su madre y sus hermanos estaban fuera y pretendían hablarle. Al­guien le dijo: Tu madre y tus hermanos están fuera y desean hablarte. El, respondiendo, dijo al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (San Mateo 12:46-50).

Comentando estas palabras, escribe San Agustín:

« ¿Por ventura no hizo la voluntad del Padre la Virgen María…? Hizo por todo extremo la voluntad del Padre la Santísima Virgen, y mayor ventura es haber sido discípula de Cristo que madre de Cristo. María es bienaventurada porque antes de parirle llevó en su alma al Maes­tro. Mira si no es verdad lo que digo. Pasando el Señor seguido de las turbas y haciendo milagros, una mujer exclama: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que mamaste. Pero El dijo: «Mas bien, bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (San Lucas 11:27, 28). María es bienaventurada porque oyó la Palabra de Dios y la puso en práctica; porque más guar­dó la verdad en la mente que la carne en el vientre. Ver­dad es Cristo, carne es Cristo. Verdad en la mente de María y vale más lo que se lleva en la mente que lo que se lleva en el vientre. Pero, ¿qué significa el haber dicho: ¿Quién es mi madre? En lo que yo estoy haciendo, ¿quién es mi madre? Si a uno que se halla en inminente peligro y tiene padre le dices: «Tu padre te libre», sabiendo que no puede su padre hacerlo ¿no te responderá con sumo respeto a su padre, mas también con suma verdad: ¿Quién es mi padre? Para esto que ahora quiero, para esto que ahora necesito, ¿qué vale mi padre? En aquello, pues, que estaba Cristo, habiendo de soltar a los atados, iluminar a las inteligencias, edificar a los hombres interiores, fabricarse un templo espiritual, ¿quién era su madre? Si por haber dicho Cristo: «¿Quién es mi madre?», vais a dedu­cir que no tuvo madre, también diréis que los discípulos no tuvieron padre, pues el Señor les dice: «No llaméis a nadie vuestro padre –son palabras del Señor– no llaméis…»). Tuvieron padre, mas cuando se ha de ir a la regeneración, búsquese al padre de la regeneración; no se niegue al padre de la generación pero antepóngasele el Padre de la regeneración» (San Agustín op. cit. p. 145).

Es en tanto que sierva humilde que la Virgen nos es ofrecida como símbolo de todo creyente y de la misma Iglesia.

Esta Iglesia se compone de humildes seres descono­cidos por el mundo, pero conocidos de Dios. Jesús mismo declara que estas vidas oscuras son, sin embargo, la sal de la tierra y la luz del mundo (San Mateo 5:13, 14). Esta Iglesia de los pobres de Dios vive bajo el signo de María: sin brillo externo, sin apariencia y sin gloria mundana; dándose a Dios y al prójimo, día tras día, siglo tras si­glo, en el silencio de la oración y en el testimonio podero­so del amor. Está en el mundo, pero no es del mundo. Como María en las bodas de Cana, no cesa de aconsejar: «Haced lo que El os diga» (San Juan 2:5).

Por todo ello, por el amor que sentimos hacia María, no podemos aceptar las modernas tendencias que inten­tan hacer de la humilde doncella de Nazaret (miembro del cuerpo de Cristo) un ser muy por encima de la Iglesia. Con toda humildad pero también con toda convicción, creemos que María no quiere esto, y Dios tampoco.

La identificación de la Virgen con el pueblo fiel es tan completa que luego de la Ascensión del Señor, la encontra­mos junto a los discípulos y apóstoles esperando la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés (Hechos Apóstoles 1:14). Y ya no se la menciona más en el Nuevo Testamento. Sólo San Pablo alude a ella al decir que Cristo «fue na­cido de mujer» (Gálatas 4:4). Y al llegar al final de la Biblia, en el Apocalipsis, cuando nos es concedida una breve visión de la gloria celestial, María ni siquiera es nombrada entre aquellos que se sientan en torno al trono del Señor (Apocalipsis 4). Porque María se ha sumergido en aquella…

«Gran compañía, la cual ninguno podía contar, de todas gentes y linajes y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas y palmas en sus manos; y clamaban en alta voz, diciendo: Salvación a nuestro Dios que está sen­tado sobre el trono y al Cordero» (Apocalipsis 7:9 10).

Creemos, pues, ser fieles al espíritu de María, y a las Escrituras, cuando rechazamos todo lo que tienda a atribuirle aunque sea la más mínima parte de la obra reden­tora realizada por su Hijo en la cruz. Nos sorprende y nos escandaliza, el que se la presente como la intercesora misericordiosa que detiene el brazo vengador de su Hijo. ¿Es que acaso no leemos una y otra vez en la Biblia que Jesús es el ÚNICO mediador entre el Padre y los hom­bres? (San Juan 14:6; 6:37; 1ª Timoteo 2:5). ¿Es que no recibimos toda gracia y bendición de sus misericordiosas manos? ¿Quién se atreverá a negar que Jesucristo es todo amor y dulzura? ¿No murió en la cruz por amor a noso­tros? ¿No es acaso Él plenitud de gracia y plenitud de vi­da? ¿No es, por ventura, el Sumo Sacerdote intercediendo a favor nuestro a la diestra del Padre y cubriéndonos con su justicia? El es nuestro gozo y nuestra paz, como lo fue de María. Por esto la Virgen nos es dada como ejemplo, para que sigamos sus pisadas de fe, amor y consagración al Redentor. Como ella, nosotros también ponemos nues­tra esperanza en Cristo y a ningún otro entregamos el cuidado de nuestra vida y nuestro destino eterno. En la visión de la ciudad de Dios del Apocalipsis, sólo Dios Pa­dre y el Cordero y el Espíritu Santo, ocupan el centro de toda adoración. Y alrededor de la Santísima Trinidad toda la cohorte de testigos que constituyen la triunfante Igle­sia, entre los cuales se halla la Bienaventurada Virgen Maria, animándonos con su ejemplo e inspirándonos con su fe. Postrados ante Cristo no podemos menos que decir con Juan el Bautista, y con María sin duda:

«Este es mi gozo y ya está cumplido. Es necesario que El crezca y que yo mengüe. El que procede de lo alto está por encima de todos» (San Juan 3:29-31).

A El, pues, nuestro único Salvador, y al Padre y al Espíritu Santo, sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.


Fuente: José Grau. (con permiso del autor).

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El Spot

¿Qué tipo de persona eres? Dándoselo todo. Eso es lo que Dios espera de nosotros.
Disonancia Cognitiva Muchos creen en el general histórico Napoleón, debido a los registros históricos....
El tiempo como realmente es  El tiempo que se tarda en pasar de la tierra a la presencia de Dios es instantáneo.  No hay punto medio de reunión, no hay Purgatorio. 

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