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Una Carta a García

22/11/2011 por Keith Swift Leave a Comment

Liderazgo Para Jóvenes

LECCIONES SOBRE LIDERAZGO.

Lección 15. 23 de octubre, 2011


UNA CARTA A GARCÍA

Un texto muy difundido de Elbert Hubbard

Apología.

El pasatiempo literario que va a leer usted, amigo, -Una carta a García-, fue escrito de sobremesa, una tarde, en el corto término de una hora. Pasó esto el 22 de febrero de 1899, aniversario del natalicio de George Washington, y en marzo del mismo año, ya se había publicado en la revista “Philistine”. Fue algo que brotó caliente de mi corazón, y lo escribí tras un día gastado en la pesada faena de excitar a infelices sumidos en los limbos de una inacción criminal a que se tornasen hombres auténticos, radiactivos.

 

Pero la verdadera idea creadora brotó de labios de mi hijo Bert, cuando en el curso de la conversación entre taza y taza de té, surgió que el héroe verdadero de la guerra de independencia de Cuba había sido Rowan. Sí, dijo mi hijo, porque Rowan fue quien en la hora oportuna, culminante, llevó a cabo el hecho único necesario: llevar el mensaje a García.

 

La frase me hirió como rayo. Sí exclamé, el muchacho tiene razón: el héroe es siempre aquel que cumple su misión, el que lleva la carta a García. Corrí a mi escritorio y de un tirón, de uno a otro cabo, escribí “Una carta a García”.

 

Tan poco caso hice de mi escrito, que fue publicado en la revista, sin encabezamiento siquiera.

 

La edición salió y empezaron a llover pedidos por docena, por cincuenta, por cien ejemplares, de la revista, y cuando THE AMERICAN NEW CO. pidió mil ejemplares, pregunté lleno de asombro a uno de mis ayudantes qué era lo que ese número de la revista levantaba tal polvareda; con asombro oí la respuesta.

 

Al día siguiente recibí un telegrama de George H. Daniels, del New York Central Railoard, quien decía: Deme el precio de cien mil ejemplares del artículo de Rowan, en forma de folleto, con un aviso en la portada sobre el Empire State Express, y diga cómo puede hacer la entrega.

 

Contesté dando el precio y avisando que la entrega se la podía hacer en dos años. Disponíamos de tan pocos elementos, que eso de imprimir cien mil ejemplares, nos parecía una empresa temeraria.

 

El resultado fue que di permiso a Mr. Daniels para reimprimir el artículo por su cuenta. Hízolo en ediciones de a medio millón de folletos. Dos o tres lotes de a quinientos mil ejemplares fueron puestos en circulación y además fue reproducido por cerca de doscientas revistas y periódicos y traducido a todas las lenguas vivas.

 

En los tiempos en que Mr. Daniels distribuía La Carta a García vino a Estados Unidos el Príncipe Kilakoff, director de los ferrocarriles rusos. Y como dicho príncipe fuese huésped del New York Central, y saliera a una gira por todo el país bajo la dirección personal de Mr. Daniels, conoció el folleto y se interesó por él más, quizá más por ser Mr. Daniels quien lo repartía y por la gran cantidad que vio circular, de mano en mano, que por cualquier otra causa.

 

Lo cierto del caso fue que de vuelta a su país lo hizo traducir al ruso, repartir sendos ejemplares a los empleados de todos los ferrocarriles del imperio. De Rusia pasó a Alemania, a Francia, a España, a Turquía, al Indostán, a la China.

 

Durante la guerra rusa japonesa, cada soldado ruso que iba al frente llevaba un ejemplar de La Carta a García. Al encontrar los japoneses el folleto en poder de todos y cada uno de los prisioneros de guerra, concluyeron que debía ser algo excelente y lo vertieron a su idioma. Por orden de Mikado fue repartido a cada uno de los empleados del gobierno, militares o civiles.

 

Alrededor de cuarenta millones de ejemplares de La Carta a García han sido impresos, siendo esta la mayor circulación que una obra, en vida de su
autor haya logrado en tiempo alguno de la historia, gracias a qué serie de afortunados incidentes.


UNA CARTA A GARCÍA

Hubo un hombre cuya actuación en la guerra de Cuba, culmina como un astro en su perihelio.

 

Sucedió que cuando hubo estallado la guerra entre España y los Estados Unidos, palpose clara la necesidad de un entendimiento inmediato entre el Presidente de la Unión Americana y el General Calixto García. Pero, ¿cómo hacerlo? Hallábase García en esos momentos Dios sabe dónde en alguna serranía perdida en el interior de la Isla, y era precisa su colaboración. Pero, ¿cómo hacer llegar a sus manos un despacho? ¿Qué hacer?

 

Alguien dice al Presidente: “Conozco a un hombre llamado Rowan. Si alguna persona en el mundo es capaz de dar con García es él: Rowan”.

 

Cómo el sujeto que lleva por nombre Rowan toma la carta, guárdala en una bolsa que cierra contra su corazón, desembarca a los cuatro días en las costas de Cuba, desaparece en la selva primitiva para reaparecer de nuevo a las tres semanas al otro extremo de la Isla, cruzando un territorio hostil, y entrega la carta a García, son cosas de las cuales no tengo especial interés narrar aquí. El punto sobre el cual quiero llamar la atención es éste:

“McKinley da a Rowan una carta para que la lleve a García. Rowan toma la carta y no pregunta: ¿en dónde podré encontrarlo?”

 

¡Por Dios vivo!, que aquí hay un hombre cuya estatua debería ser vaciada en bronces eternos y colocada en cada uno de los colegios del universo. Porque lo que debe enseñarse a los jóvenes no es esto o lo de más allá; sino vigorizar, templar su ser íntegro para el deber, enseñarlos a obrar prontamente, a concentrar sus energías, a hacer las cosas, “a llevar la carta a García”.

 

El General García ya no existe. Pero hay muchos Garcías en el mundo. Qué desaliento no habrá sentido todo hombre de empresa, que necesita de la colaboración de muchos, que no se haya quedado alguna vez estupefacto ante la imbecilidad del común de los hombres, ante su abulia, ante su falta de energía para llevar a término la ejecución de un acto.

 

Descuido culpable, trabajo a medio hacer, desgreño, indiferencia, parecen ser la regla general. Y sin embargo no se puede tener éxito, si no se logra por uno u otro medio la colaboración completa de los subalternos, a menos que Dios en su bondad, obre un milagro y envíe un ángel iluminador como ayudante.

 

El lector puede poner a prueba mis palabras: llame a uno de los muchos empleados que trabajan a sus órdenes y dígale: “Consulte usted la Enciclopedia y hágame el favor de sacar un extracto de la vida de Corregio”. ¿Cree usted que su ayudante le dirá: “Sí señor”, y pondrá manos a la obra?

 

Pues no lo crea. Le lanzará una mirada vaga y le hará una o varias de las siguientes preguntas:

  • ¿Quién era él?
  • ¿En qué Enciclopedia busco eso?
  • ¿Está usted seguro de que esto está entre mis deberes?
  • ¿No será la vida de Bismark la que usted necesita?
  • ¿Por qué no ponemos a Carlos a que busque eso?
  • ¿Necesita usted de ello con urgencia?
  • ¿Quiere que le traiga el libro para que usted mismo busque allí lo que necesita?
  • < /span>Diga: ¿para qué quiere saber eso?

Y apuesto diez contra uno a que después de que usted haya respondido íntegramente el anterior cuestionario y haya explicado el modo de verificar la información y para qué la necesita usted, el prodigioso ayudante se retirará y buscará otro empleado para que le ayude a buscar a “García” y regresará luego a informarle que tal hombre no existió en el mundo.

Puede suceder que yo pierda mi apuesta, pero si la ley de los promedios es cierta, no la perderé. Y si usted es un hombre cuerdo no se tomará el trabajo de explicarle a su ayudante que Corregio se busca en la C y no en la K; se sonreirá usted y suavemente le dirá: “dejemos eso”. Y buscará usted personalmente lo que necesita averiguar.

 

Y esta incapacidad para la acción independiente, esta estupidez moral, esta atrofia de la voluntad, esta mala gana para remover por sí mismo los obstáculos, es lo que retarda el bienestar colectivo de la sociedad. Y si los hombres no obran en su provecho personal, ¿qué harán cuando el beneficio de su esfuerzo sea para todos?

Se palpa la necesidad de un capataz armado de garrote. El temor de ser despedidos el sábado por la tarde es lo único que retiene a muchos trabajadores en su puesto. Ponga un aviso solicitando un secretario, y de cada diez aspirantes, nueve no saben ni ortografía ni puntuación. ¿Podrían tales gentes llevar la carta a García?

 

En cierta ocasión me decía el jefe de una gran fábrica: “¿Ve usted a ese contador que está allí?” -“Lo veo, ¿y qué?” “Es un gran contabilista; pero si lo envío a la parte alta de la ciudad con cualquier objeto, puede que desempeñe la misión correctamente; pero puede ser también que en su viaje se detenga en cuatro cantinas y al llegar a la calle principal de la ciudad haya olvidado absolutamente a qué iba”.

 

En los últimos tiempos es frecuente oír hablar con gran simpatía del pobre trabajador víctima de la explotación industrial, del hombre honrado, sin trabajo, que por todas partes busca inútilmente emplearse. Y a todo esto se mezclan palabras duras contra los que están arriba, y nada se dice del jefe de industria que envejece prematuramente luchando en vano por enseñar a ejecutar a otros un trabajo que ni quieren aprender ni les importa; ni de su larga y paciente lucha con colaboradores que no colaboran y que sólo esperan verlo volver la espalda para malgastar el tiempo. En todo almacén, en toda fábrica, hay una continua renovación de empleados. El jefe despide a cada instante a individuos incapaces de impulsar su industria y llama a otros a ocupar sus puestos. Y esta escogencia no cesa en tiempo alguno ni en los buenos ni en los malos. Con la sola diferencia de que cuando hay escasez de trabajo la selección se hace mejor; pero en todo tiempo y siempre el incapaz es despedido; “la ley de la supervivencia de los mejores se impone”. Por interés propio todo patrono conserva a su servicio a los más hábiles: aquellos capaces de llevar la carta a García.

 

Conozco a un hombre de facultades verdaderamente brillantes, pero inhábil para manejar sus propios negocios y absolutamente inútil para gestionar los ajenos, porque lleva siempre consigo la insana sospecha de que sus superiores lo oprimen o tratan de oprimirlo. Ni sabe dar órdenes ni sabe recibirlas. Si se enviara con él la carta a García, contestaría muy probablemente: “Llévela usted”. Hoy este hombre vaga por las calles en busca de oficio, mientras el viento silba al pasar entre las hilachas de su vestido. Nadie que lo conozca se atreve a emplearlo por ser él un sembrador de discordias. No le entra la razón y sólo sería sensible al taconazo de una bota número 45 de doble suela.

 

Comprendo que un hombre tan deformado moralmente merece tanta compasión como si lo fuera físicamente; pero al compadecerlo recordemos también a aquellos que luchan por sacar triunfante una empresa, sin que sus horas de trabajo estén limitadas por el pito de la fábrica, y cuyo cabello se torna prematuramente blanco en la lucha tenaz por conservar sus puestos a individuos de indiferencia glacial, imbéciles e ingratos que le deben a él el pan que se comen y el hogar que los abriga.

 

¿Habré exagerado demasiado? Puede ser; pero cuando todo el mundo habla de los trabajadores, así, sin distinción ninguna; quiero tener una frase de simpatía para el hombre que logra éxito; para aquél que luchando contra todos los obstáculos, dirige los esfuerzos de los otros, y cuando ha triunfado, sólo obtiene por recompensa –si acaso– pan y abrigo. Yo también he trabajado a jornal y me he hecho la comida con mis propias manos; he sido patrono y puedo juzgar por experiencia propia y sé que hay mucho que decir de parte y parte. La pobreza no da excelencia por sí sola; los harapos no son recomendación; no todos los patronos son duros y rapaces, ni todos los pobres son virtuosos.

 

Mi corazón está con aquellos obreros que trabajan lo mismo cuando el capataz está presente que cuando está ausente. Y el hombre que se hace cargo de una carta para García y la lleva tranquilamente sin hacer preguntas idiotas, y sin la intención perversa de arrojarla en la primera alcantarilla que se encuentra al paso, y sin otro objetivo
que llevarla a su destino; a este hombre jamás se le despedirá de su trabajo, ni tendrá jamás que entrar en huelga para obtener un aumento de salario. La civilización es una lucha prolongada en busca de tales individuos. Todo lo que un hombre de esta clase pida, lo tendrá; lo necesitan en todas partes; en las ciudades, en los pueblos, en las aldeas, en las oficinas; en las fábricas; en los almacenes. El mundo los pide a gritos.  El mundo está esperando siempre ansioso el advenimiento de hombres capaces de llevar la carta a García.

 

El mundo confiere sus mejores premios tanto en honores como en dinero, a una sola cosa: a la iniciativa.

 

¿Qué es la iniciativa? Puedo definirla en pocas palabras: hacer, lo que se debe de hacer, bien hecho; sin que nadie lo mande.

A quien hace una cosa bien hecha sin que nadie se lo ordene, sigue aquel que la hace bien cuando se le ha ordenado una sola vez, es decir; aquéllos que saben llevar la carta a García. Estos reciben altos honores, pero su pago no guarda la misma proporción.

 

Vienen luego aquéllos que obran sólo cuando se les ha dado la orden por dos veces; no reciben honores y sólo tienen un pago pequeño.

Se encuentran después los que hacen una cosa bien hecha, pero sólo cuando la necesidad los aguijonea; en vez de honores reciben la indiferencia y se les paga con una miseria. Estos tales emplean la mayor parte de su tiempo refiriendo historias de su mala suerte.

 

Todavía en una escala inferior están aquéllos que no hacen nada bien hecho, aún cuando algún compañero se lo enseñe a hacer y permanezca a su lado para cerciorarse de que lo hacen; éstos pierden constantemente sus puestos y reciben como pago el desprecio que se merecen, a menos que por suerte tengan un padre rico, y en este caso el destino los acecha en su camino hasta descargarles un recio golpe.

 

¿A qué clase pertenece usted?

El Director General o Jefe de la Policía de Buenos Aires ha querido dar, según leemos en La Prensa de aquella gran metrópoli, una lección educativa a sus subordinados para establecer las condiciones que, a su juicio, constituyen el verdadero mérito para lograr un ascenso. Sobre los años de servicio pone las aptitudes; doctrina ésta que se ha popularizado por medio del siguiente apotema: “La aptitud suple la antigüedad”.

 

A fin de establecer lo que entiende por aptitudes superiores, el Jefe de la Policía bonaerense ha escrito un diálogo a la manera platónica; lo ha hecho escribir en grandes carteles murales y lo ha mandado fijar en todos los cuarteles de su mando. He aquí el diálogo:

 

La escena ocurre en una de nuestras grandes casas comerciales. Un empleado pide autorización para presentar una queja al director general.

–¿Qué hay?


–Señor director, ayer fue nombrado X para ocupar la vacante de Z, y X es 16 años más joven que yo.

 

El director le interrumpe:

–¿Quiere usted averiguar la causa de ese ruido?

 

El empleado sale a la calle y regresa diciendo:

–Son unos carros.


–¿Qué llevan?

 

Después de una nueva salida el emple
ado vuelve diciendo:

–Unas bolsas.

–¿Qué contienen las bolsas?

 

El empleado hace otro viaje a la calle y vuelve diciendo:

–No sé lo que tienen.


–¿A dónde van?

 

Cuarta salida y responde:

–Van hacia el este.

 

El director llama al joven X y le dice:

–¿Quiere averiguar la causa de ese ruido?

 

El empleado X sale y regresa cinco minutos después manifestando:

–Son cuatro carros cargados con bolsas de azúcar, forman parte de las quince toneladas que la Casa A remite a Mendoza. Esta mañana pasaron los mismos carros con igual carga. Se dirigen a la estación Catalinas; van consignados a…

 

El director, dirigiéndose al empleado antiguo:

–¿Ha comprendido usted?

 

 

 

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Creado por Dios, nacido para murir, nacido de nuevo, ahora viviendo vida eterna con Dios Creador - pronto para permanecer en Su Casa. Perdonado para siempre, aún aprendiendo vivir en Cristo.

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